El último artículo que escribí para este blog terminaba con dos palabras: prometo revancha. Un mes y once días después llegó. 41 días más tarde de que me quedara a 300 metros, conseguimos alcanzar esa cumbre que cada vez parecía más lejana. No ganamos a la montaña, en ningún momento nos sentimos vencedores, simplemente la respetamos, incluso cortejamos, y ella, educada como ninguna, nos permitió conquistarla.
Aprendimos de los errores, éramos absolutamente conscientes de las razones que nos llevaron a no llegar al final en nuestro primer intento y cambiamos aquello que estaba en nuestras manos. Esta vez el despertador sonó a las 6.30 horas en Huesca (y no a las 7.00 en Zaragoza), hicimos noche en la capital oscense con lo que alrededor de las 8.40, bastón en mano, y con bastante ropa de abrigo encima, ya estábamos dando nuestros primeros pasos. Por delante quedaban casi cinco horas de ascenso.
Dicen que la experiencia es un grado y, al menos en este caso, a fe que lo fue. Sabíamos cuándo y dónde debíamos parar. Éramos perfectamente conocedores del lugar en el que nos encontrábamos en cada momento y, sobre todo, de cuál era nuestro objetivo final. A diferencia del primer intento, conocíamos la ubicación exacta de esa cruz que, para nosotros, no solo representaba la cumbre del Tozal de Guara, era cumplir, casi, una promesa. Algo personal.
Esta vez no nos desesperamos. Este pico, el más alto de la Sierra de Guara, tiene una cualidad que lo hace, por momentos, durísimo. Sus rampas, o sus bajadas, parecen eternas. En la mayoría de los casos ves el final, puedes divisar la curva que delimita el término de esa subida cruel que castiga tus gemelos o de ese empinado descenso que martillea tus rodillas a cada paso. Miras al suelo, pero todos somos humanos, no puedes por menos que levantar la vista hacia esa pequeña meta cada pocos segundos y esta parece alejarse irremisiblemente a pesar de que tus cortos pasos deberían acercarte a ella.
La misma sensación tuvimos en nuestro primer intento, por ello, en este caso sabíamos que ocurriría. Conocíamos esta devastadora cualidad de la montaña y tratamos de hacerla frente con un voluntarioso trabajo psicológico que, por lo visto, dio sus frutos.
Con esa labor mental continua, con los descansos adecuados, la hidratación necesaria y la ilusión por bandera, llegamos al último tramo del ascenso. Ese en el que tienes tres picos por delante y no sabes cuál es el que tú buscas. Al menos no lo conoces la primera vez, nosotros éramos repetidores, suspendimos en nuestra primera expedición por no hacer los deberes, pero esta vez estaban completos, hechos, estudiados y repasados.
Afrontamos las tres últimas subidas muy despacio, conocedores de que, a diferencia de lo sucedido en septiembre, esta vez no había ningún peligro de que la noche se nos echara encima. Teníamos todo el tiempo del mundo para llegar arriba. Entre el primero de los ascensos y el segundo apareció nuestro mayor enemigo en toda la ruta. Un efecto meteorológico que nos hizo plantearnos, muy seriamente, la opción de rendirnos de nuevo: el viento.
Brutal como soplaba a más de 2.000 metros de altura, cruzando las pasarelas entre el primer y el segundo pico parecíamos en medio de un huracán que podría no permitir, por segunda vez, que alcanzáramos el objetivo. Pero con calma, pisando con fuerza en el suelo, incluso con piedras en las mochilas para hacernos más fuertes ante las enfurecidas acometidas del aire procedente de los ya nevados Pirineos, lo logramos.
Una hora y media tardamos en superar las tres últimas ascensiones. 90 minutos en los que no había capas suficientes para ponernos encima, pero que superamos gracias a un gran esfuerzo tanto físico como psicológico.
Más de un mes después nos tomamos una merecida revancha, tocamos aquella cruz de la que tan cerca nos quedamos en su día. Como dije en el artículo del Moncayo, sé que solo es un dosmil, pero para mí es una heroicidad, un esfuerzo brutal que dio sus frutos y que, al menos en nuestro caso, merece la pena.
No quiero acabar este artículo sin recordar a seis bilbaínos que nos encontramos en la cumbre y que, a 2.077 metros de altura, nos invitaron a chorizo, queso, vino (por supuesto en bota) y demás viandas. Un gran gesto de amistad y solidaridad que, en tiempos como los que estamos viviendo, debe ser justamente agradecido.
3/10/13 at 20:02
[…] lo experimenté cuando alcancé la cima del Moncayo o la del Tozal de Guara (ambas, historias que he contado en este blog). Pero fue el pasado domingo cuando esa sensación de […]
21/03/14 at 16:11
[…] palabra que resume la ascensión a mi primer dosmil, el Moncayo, fue ilusión. La subida al Tozal de Guara significó esfuerzo. Mi debut en una media maratón, superación. Y el tercer dosmil de mi vida, el […]