
Quizá no fue para tanto. O puede que el tiempo me haya hecho minimizarlo. No lo sé. Me apetece contarlo. No hay mayor pretensión. Sin más, no busco pena ni condescendencia. Soltarlo. Y si a alguien le sirve, le inspira o le anima, ya habrá servido de algo. Pero antes, creo que debo explicar por qué lo hago ahora. Por qué, 30 años después, decido describir cómo fui víctima de abusos sexuales.
¿Por qué contarlo ahora?
Dos son los motivos principales que me empujan a contar esta historia que tanto tiempo lleva guardada en mi mente y que muy poca gente conoce (a excepción de unas cuantas personas cercanas y, lógicamente, de los otros protagonistas).
La primera es que en los últimos tiempos se habla mucho de abusos y de maltrato. El terrorismo machista es el más cruel de los ejemplos. También los casos de bullying. Y los abusos en la Iglesia católica.
Sobre lo último, El País (que ha llegado mucho más allá de lo que la institución, parapetada en su inherente opacidad, jamás pensó siquiera acercarse) ha llevado al podcast El silencio roto su excelente investigación sobre la pederastia en la Iglesia. Escucharlo fue un acicate para contarlo.
Siempre se dice que hay que decirlo, mostrarlo, denunciarlo. Yo no lo hice. Y me arrepiento. Más vale tarde que nunca.
El segundo motivo es la polémica sobre la educación sexual en los colegios y la abyecta manipulación que la derecha (mucho más preocupada por los niños no nacidos que por los ya creciditos) hace de la misma.
Podría incluir un motivo más: la necesidad. Sin embargo, sinceramente no considero que la tenga en gran medida. No es un recuerdo plúmbeo en mi cabeza. Está ahí. Sale de vez en cuando, pero es inocuo. Al menos eso creo. Y mi psiquiatra nunca ha dicho lo contrario.
El abuso sexual
Que nadie espere encontrar en estas líneas un relato de extrema gravedad sobre abusos sexuales, al nivel de lo que, desgraciadamente, oímos, vemos y leemos periódicamente en los medios de comunicación.
Estamos en noviembre de 2022, tengo 43 años, así que calculo que esto sería con unos 13. Yo, antimadridista de cuna, jugaba en la Peña Deportiva del Real Madrid de Salamanca.
Vestíamos como el Real Madrid, y el entrenador, un mentiroso compulsivo –amén de muchas más cosas–, nos aseguraba que había un acuerdo de colaboración con el equipo blanco, incluso advirtió en varias ocasiones antes de un partido de la visita del salmantino Vicente del Bosque en calidad de ojeador del Real Madrid. Obviamente, nunca vino.
A mí me llegó a decir que se habían fijado en mí y que me iban a hacer una prueba. Sinceramente, no recuerdo si en aquel momento lo creí o no; si lo hice, era más pardillo de lo que pensaba. Debería haber sido conocedor de mis limitaciones.
Normalmente, entrenábamos en los conocidos como Campos de la Federación de Salamanca. Esos terrenos, donde ahora luce un impoluto verde artificial, eran de una raspante tierra que mis rodillas y caderas tampoco olvidarán. También han cambiado los vestuarios. Antaño pasadizos ideales para grabar una película de terror.
Mientras entrenábamos, y tras recibir las instrucciones acerca de los siguientes ejercicios, el entrenador -conocido por todos como Guti- llamaba a algún jugador y se encerraba con él en el vestuario. En nuestra inmensa inocencia, fruto (en parte) de la más absoluta carencia de conocimiento y formación, lo veíamos como algo normal. Ni se nos pasaba por la cabeza que podría estar pasando algo. Ni lo pensábamos. El natural comportamiento del niño cuando volvía al campo no ayudaba a hacer saltar la alarma.
Hasta que un día me tocó a mí: entré con él en el vestuario del árbitro (el más pequeño). Me pidió que me bajara los pantalones y los calzoncillos. Agarró mi prepucio y lo movió alguna vez hacia arriba y hacia abajo. Me preguntó, sin soltarlo, si cuando me duchaba me limpiaba bien ahí y me aconsejó hacerlo siempre.
Después, me pidió que, aún desnudo, hiciera unas sentadillas. Mientras, él, sentado en la silla de enfrente, me miraba y hacía comentarios que ahora mismo no recuerdo. Los hechos, con leves diferencias, se repitieron en más de una ocasión. No demasiadas.
Cuando salí del vestuario, por primera vez fui consciente. Eso es lo que le hacía (y no sé si alguna cosa más) a mis compañeros. Les miré. Me miraron. Hubo complicidad, pero no la adecuada. Connivencia en el ocultamiento. Acuerdo tácito de no darle importancia.
Era su principal estrategia. No la única. Otra tenía que ver con unas ampollas líquidas que, nos decía, debía darnos en el abductor al mínimo dolor que sintiéramos.
A mí me la aplicó una vez: me metió de nuevo en el vestuario (esta vez en uno más grande), me tumbó en los bancos de madera que lo rodeaban y me desnudó de cintura para abajo. Se echó la ampolla en las manos y me la restregó por la zona de la ingle y la parte interior de la pierna.
Alguna vez, cuando jugábamos en campos con vestuarios en los que nos atrevíamos a ducharnos (creo que dos en todo el campeonato), nos cogía directamente de la ducha, nos elevaba y nos llevaba desnudos a nuestro sitio. El contacto, en este caso, era menor.
¿Por qué no contarlo?
30 años después, rememoro con extrema nitidez lo sucedido en aquel vestuario (quizá no estaba tan oculto como pensaba). Pero mi memoria se oscurece cuando trato de revivir cómo lo gestioné.
Desde luego, la sensación es que no le di gran repercusión. Pero sí se me pasó por la cabeza contárselo a mi madre y a mi padre. Rápidamente, me convencí de que no debía hacerlo.
¿La razón? La de quien no tiene ni idea de la gravedad de lo sucedido. De que eso eran abusos sexuales. Un delito. “Si se lo digo”, pensé, “me obligarán a dejar el equipo, y yo quiero seguir jugando al fútbol”. Con esa simpleza, propia de un mentecato (según la RAE: tonto, fatuo, falto de juicio, privado de razón), desplacé la cuestión de mi cabeza.
Años después, otros niños fueron más valientes y hablaron. Por lo que sé, Guti pasó por la cárcel. Aunque hace mucho tiempo que le perdí la pista.
Mi madre tardó 20 años en enterarse de que había sufrido abusos sexuales
Sé que mi padre también lo sabía, pero no tengo claro en qué momento se lo dije o de qué modo se enteró.
Sí soy consciente en el caso de mi madre. Habían pasado 20 años, y yo aún ni me había planteado contárselo. Ya no era miedo. Creo que tampoco vergüenza. Sencillamente, es que no le daba trascendencia.
Pero un día, a un íntimo amigo (que también había sido compañero de equipo, que había sufrido abusos sexuales como yo y que era de los pocos con los que había hablado del tema –años después de los hechos–), se le escapó. En presencia de mi madre, y recordando viejos tiempos, dijo algo así: “Y el cabrón del Guti, que nos tocaba”.
“¿Cómo?”, saltó mi madre. “Hostias, ¿no lo sabe?”, cuestionó mi amigo. Y fue en ese momento cuando, por primera vez, le relaté lo que me pasó en aquellos lóbregos vestuarios.
Se molestó (sin enfadarse) por no habérselo contado, se indignó con ese pederasta que se había aprovechado de su hijo y me confirmó que, de habérselo dicho, obviamente me hubiera obligado a cambiar de equipo y hubiéramos denunciado al abusador.
Aquello sucedió 13 años atrás y me alegro de que a mi amigo se le escapara. Además, me sirvió para corroborar que era yo quien debía haber hecho conocedores a mis padres en su momento.
Después, no hemos hablado demasiado de ello. Hace unos meses, cuando rescató de los cajones una foto antigua, salió el tema. En el reverso de esa imagen tomada en el campo de la antigua cárcel de Salamanca (donde entrenábamos a veces) hay una inscripción: “Recuerdo de la Peña D. Real Madrid y de su entrenador, 6-6-92”. Firmado: Guti.
“Este es el hijo de puta que te tocaba, ¿no?”, me preguntó.
13/11/22 at 19:23
Pues vaya sorpresa. ¡Qué desgarichaos esos entrenadores que se aprovechan de criaturas inocentes!. No creo que tengas secuelas de esos hechos. Menos mal.
16/11/22 at 11:47
Holaa Me lo pasó tu madre, la verdad es que andamos despistados en estos temas por muy atentos que estemos. Es una putada no saber detectarlo. Besitos. PD A pesar de todo me gusta el artículo.
20/01/23 at 4:39
Gracias por compartirlo, me duele mucho saber que hay gente así de mala en todos lados