Me gusta cuando una persona le cede su asiento a alguien mayor en el autobús y me siento muy bien cuando soy yo el que tengo el gesto. Pero no me sienta bien que el agraciado/a te mire implorando un lugar. “Yo se lo dejo porque soy educado, señora, pero no me mire como un corderito degollado”.
Odio a los que, cuando ven a un extranjero, hacen comentarios xenófobos del tipo: “¿Dónde habrá dejado aparcada la patera?” Me gustaría que todos los que dicen estas barbaridades sufrieran una cuarta parte de lo que están sufriendo estas personas para buscarse la vida. Me da tanto asco el racismo que creo que soy racista con los racistas. Curiosamente suelen hacer estos comentarios cuando el extranjero es negro o rumano, si es un alemán elegante con un maletín merece todos sus respetos.
Me provocan mucho asco los que llaman guarras a las mujeres después de ponerle los cuernos a su pareja, pero más me irrita los que dicen, después de un acto de violencia de género, cosas como: “Es que a las mujeres también hay que aguantarlas ¡eh! Que hay veces que son insoportables”.
Me pone muy nervioso la gente que dice: “Yo soy apolítico, pero los catalanes y los vascos son unos hijos de p…, el aborto es un asesinato y España es lo más grande que hay”, perdona que te diga, pero ¡¡tú eres de derechas!!
No soporto a los que dicen hay que hacer boicot y no comparar cava catalán, mientras se ponen ciegos a hamburguesas en el Burger King.
No concibo a los que son tan cerrados de mente que dicen cosas como que nunca van a ir a Cataluña o al País Vasco porque no quieren ser españoles. No saben lo qué se pierden.
Me encanta el romanticismo que tiene cuando un camión te da paso con su intermitente, tú le das las gracias con las luces de emergencia y él te dice «de nada» con una ráfaga. Creo que es de las no conversaciones más bonitas que se pueden tener.
Me irrita sobremanera los que van con las ventanillas bajadas, aunque haya -5º C, y con la música a tope, a toda velocidad por el centro de la ciudad. Suelen ser los mismos que se acercan, casi hasta rozarse, al culo de mi coche para provocar que adelante, cada vez que me lo hacen tardo el doble en hacer el adelantamiento.
Me siento realmente bien cuando freno mi coche para facilitar la incorporación de otro vehículo que espera en un cruce y me revienta cuando no me dejan incorporarme a mí.
Odio cuando me encuentro con alguien en un portal, le saludo, y el mantiene la boca cerrada, tanto le cuesta decir: “Hola”.
No soporto a los gorilas que están en las puertas de las discotecas y cuando era más joven decían: “Tú sí, tú no”. A mí siempre me tocaba el no.
Me fastidia sobremanera estar en el cine viendo una película y escuchar continuamente como el que está a mi lado no para de abrir bolsas, masticar palomitas, comer gusanitos o beber Coca-Cola. “Vete al parque de enfrente y déjame ver la película sin interferencias”.
Me sienta fatal cuando voy a un partido de fútbol y en el descanso todos los que están a mi alrededor empiezan a sacar bocadillos, tortillas, empanadas. ¿Por qué a mí siempre se me olvida?
Me pone muy, pero que muy nervioso, el típico aficionado futbolístico que desde que percibe que no eres de su equipo, mientras tratas de disfrutar de un partido en el bar, se dedica, única y exclusivamente, a picarte y buscar la confrontación. Al final me acaban encontrando.
Me irrita una barbaridad que llamen, despectivamente, perroflautas, a unas personas que dieron un ejemplo de humanidad, solidaridad y convivencia en las Puerta del Sol de Madrid.
No me gusta nada cuando estoy tomando algo en un bar y mi interlocutor está todo el rato wasapeando. El móvil acabará por destrozar las maravillosas conversaciones alrededor de unas cervezas.
Pero, sin duda, lo que más me gusta en este mundo, algo que espero no dejar de hacer nunca, es irme los sábados a mediodía de cañas y pinchos por Salamanca.
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