Hoy he subido al Moncayo. Ya sé que son solo 2.300 metros y que es una subida relativamente fácil que hacen desde los niños hasta los más mayores. Pero para alguien como yo, reciente aficionado al montañismo, llegar a una cima me llena de ilusión y de orgullo. Cuando estaba ahí arriba me sentía Juanito Oiarzabal, después de dos horas de duras rampas, el hecho de estar en el punto más alto, el hecho de estar en la cumbre del Moncayo, para mí fue como estar en la cima del mundo.
Harto de estar diariamente rodeado de coches, de contaminación, de semáforos, de ruidos, de ambulancias, de motos, de personas que gritan; poder disfrutar de un lugar en el que la única compañía es la de los pajaritos, la del viento, la de las piedras y con los diminutos pueblos en lontananza recordándote que solo 2.000 metros más abajo la humanidad sigue su curso. Sentirte absolutamente infiltrado en la inmensa naturaleza no tiene precio. Al menos para mí.
El pico del Moncayo se encuentra en el parque natural homónimo. A apenas hora y media en coche desde Zaragoza. El ascenso se considera sencillo, aunque yo he sufrido. Sin embargo, no quiero que este artículo se convierta en una guía ni en una mera sucesión de hechos. En Internet hay multitud de escritos que te hablan de la subida al Moncayo, desde el punto de vista técnico, hechos por personas mucho más expertas y conocedoras del tema que yo.
No es esa mi pretensión, si no la de contar lo que yo sentí, lo que yo viví como aficionado que llega a su primera cumbre. Saliendo desde el santuario del Moncayo, se puede llegar al punto más alto en algo más de dos horas. El camino se podría dividir en dos partes: una primera hasta que llegas a las faldas de la subida final, en la que tras una zona de arboleda muy cerrada, el verde se abre para comenzar a ofrecerte vistas maravillosas.
Cada paso una instantánea, cada curva una sorpresa, todo es digno de ser inmortalizado. Solo media hora después de la salida llegas a la segunda parte, la subida principal. Allí comienza hora y media de duras rampas con el objetivo final en el horizonte.
Es en el momento en el que empiezas a subir de verdad cuando la balanza entre ilusión y cansancio se va compensando. Miras hacia arriba y piensas: “Quién me mandará”, pero poco después vuelves la vista hacia atrás, observas el majestuoso espectáculo que te ofrece la altura y dices: “Tengo que llegar”.
A poco para alcanzar la cumbre, la balanza se decanta finalmente por la ilusión. A pesar del dolor de piernas y de la falta de aire en los pulmones, el cansancio parece disiparse de manera directamente proporcional al descenso de la distancia que te separa de esa cruz que marca el final.
Una vez allí, los malos momentos pasan a mejor vida. Ya no te acuerdas de cuando paraste en medio de la ladera para beber agua y te planteaste dar la vuelta, tu memoria selectiva ni siquiera es capaz de recordar esa vez que te tropezaste y te doblaste el tobillo.
Estás en la cumbre, lo has logrado, es solo un 2.000, pero para ti es más alto que el Everest. Dices: “Juanito Oiarzabal, Carlos Pauner, Edurne Pasaban, aquí estoy yo”.
Después empiezas a bajar y el dolor de piernas vuelve con intensidad, las rodillas sufren y el cansancio aumenta, pero da igual, has cumplido el objetivo.
21/03/14 at 16:11
[…] palabra que resume la ascensión a mi primer dosmil, el Moncayo, fue ilusión. La subida al Tozal de Guara significó esfuerzo. Mi debut en una media maratón, […]