Una acción, por nimia que parezca, que tenga lugar en un lugar cualquiera del mundo, puede tener consecuencias en la otra punta del planeta. Es la explicación llana y vulgar de la teoría de “el efecto del aleteo de la mariposa”. Si alguien ponía en duda su veracidad, es probable que la crisis del coronavirus le haga cuestionárselo.
Vivimos una situación absolutamente excepcional. Que marcará un antes y un después y cambiará comportamientos (al menos durante un tiempo). Una pandemia que nos sitúa de frente a nuestros miedos y preocupaciones. Valorizando rutinas denostadas. Pellizcándonos para corroborar que no es otro dislate hollywoodiense.
El virus ya deja más de 20.000 personas muertas en España, casi 161.000 en todo el mundo. Estadísticas crueles que, a menudo, tratamos con inusitada normalidad, porque el ser humano tiene una increíble capacidad para adaptarse a los acontecimientos inesperados, por trágicos que estos sean. Acomoda su realidad de manera casi mecánica. A la fuerza ahorcan, que dirían algunos. Resiliencia, gusta llamarlo ahora.
La política detrás de la desgracia
Cuando la emergencia sanitaria se atempere y regresemos a la normalidad (que será distinta a la normalidad conocida) caerá plúmbea sobre nosotros una crisis económica de mayúscula intensidad. Llegará entonces –con muchas más cartas sobre la mesa– el momento perfecto para valorar lo acertado (o no) de la gestión del Gobierno de España, tanto desde el punto de vista clínico como social o pecuniario.
Lo anterior no es óbice, no obstante, para que, aún en plena tormenta, se pueda avanzar ese juicio que, para su atinado veredicto, necesariamente ha de hacerse exento de bulos, mentiras y partidismo electoral. Con la verdad y la ética en la crítica que amerita tamaño desastre.
No hay que esperar, por tanto, para admitir que el Ejecutivo ha cometido errores en su manera de afrontar esta catástrofe de inusitadas consecuencias. Claro. Como todos y cada uno de los Gobiernos (en mayor o menor medida). Como cualquiera que se enfrentara a un enemigo desconocido, que exige la toma de medidas improvisadas. A estas alturas ni siquiera sabemos de manera fehaciente cómo se contagia el dichoso virus.
Se confundió Fernando Simón cuando resto importancia al problema y erró el Gobierno en sus primigenios análisis. No debió permitir la manifestación del 8M, ni todos y cada uno de los eventos multitudinarios que se celebraron ese fin de semana. Lo digo ahora. A toro pasado. A posteriori.
Pero eso no justifica (ni muchísimo menos) que PP, Vox y, en general, toda la derecha política y mediática, carguen a Pedro Sánchez con miles de muertos en su mochila por permitir esa manifestación. No lo hacen porque lo supieran, sino porque son profundamente antifeministas y buscan sacar rédito político. Nada habrían dicho si la concentración hubiera sido por la unidad de España o la lucha contra el terrorismo.
No es por expiar las culpas del presidente, que las tiene, se trata de la mezquindad que supone culpabilizarle de las víctimas, mientras Vox, por ejemplo, celebraba un mitin con su secretario general, Javier Ortega Smith, recién llegado de Milán y repartiendo besos, abrazos y tos.
España es, a estas alturas, el segundo país con la tasa de mortalidad más alta por millón de habitantes. Hay que recordarlo, aunque con toda la cautela posible a tenor de la más que evidente divergencia en el sistema de contabilización entre unos territorios y otros. Puede que la realidad nos devuelva al primer puesto, o quizás nos saque del cruel podio.
También le es imputable al Gobierno que en este país se tomaran medidas con un número de contagiados y fallecidos mayor que en otros (desmontando así la afirmación de Sánchez de que fueron los primeros de Occidente en decretar el confinamiento).
Pero, si la oposición quiere ejercer su papel de manera responsable, harían bien, igualmente, en recordar que esas medidas llegaron antes que en Italia, Reino Unido o Estados Unidos. Que España es uno de los países con mayor tasa de curados o que la propia Organización Mundial de la Salud (OMS) ha alabado la gestión del Ejecutivo y de las personas que trabajan en España para hacer frente a la pandemia.

La OMS ha alabado el trabajo hecho en España por los que están en primer línea luchando contra la pandemia (Nemo – es.wikipedia.org)
La falta de material, el populismo y la hipocresía
Llegó tarde el Gobierno a la compra de material. Otro error que reconocer. No es, sin embargo, ese el único argumento para explicar la escasez. Lo es también la lamentable situación anterior, de ahí que suponga un soez ejercicio de populismo que, quienes más hicieron por destrozar la sanidad pública (PP), y los que, directamente, se postulan en contra de la misma (Vox) exijan una prima extra para todos los sanitarios –aunque, sin duda, la merezcan–.
La falta de material –y la dificultad para su compra– bebe, además, de la tan generalizada deslocalización, que ha llevado a multitud de empresas a externalizar su fabricación para abaratar el proceso y obtener beneficios fiscales que multiplican por mucho su rentabilidad. Por cierto, muchas de ellas, otrora transatlánticos cuya bandera blandían los adalides del liberalismo como límpidos exponentes de la Marca España, resultan no ser capaces de aguantar a pulmón 20 días y hacen cargar al Estado, que tanto les ha dado, con el sueldo de sus trabajadores y trabajadoras.
Aun así, hay que dar las gracias al Gobierno por flexibilizar los ERTEs y, de esa manera, evitar una oleada aún mayor de despidos. Unas cuantas cifras para demostrarlo:
- Hasta el 11 de marzo, día en el que la OMS declara la pandemia del coronavirus y entra en vigor el primer decreto del Gobierno de medidas urgentes, la afiliación a la Seguridad Social en España había crecido en 67.556 personas.
- En los siete días siguientes (del 12 al 18 de marzo) la afiliación baja en 428.449 personas.
- El 18 de marzo entra en vigor el decreto que flexibiliza los ERTEs.
- En los siete días siguientes (del 19 al 25) la afiliación baja en 259.928 personas, es decir, un 39,3 % menos que en los siete anteriores.
Incongruencia e hipocresía, por añadidura, es demandar un arsenal de ayudas (ya que les gusta tanto la terminología bélica) y luego defender a ultranza las bajadas de impuestos generalizadas. ¿De dónde se creen que sale el dinero?
Mala intención (o desconocimiento) es que quienes se arrogan reiteradamente y con orgullo el calificativo de constitucionalistas, iracundos llenen las redes de insultos porque Pablo Iglesias publique un tuit en el que cita un artículo de la Carta Magna.
Una cuestión ideológica
Equivocado está, asimismo, el Gobierno obviando a la oposición. Debe llamar, informar y escuchar. También, siempre que sea posible, tratar de consensuar; no negociar cada medida, porque, sobre todo, el Gobierno debe gobernar. Es el Pleno el lugar último en el que la oposición ha de mostrar su rechazo o aceptación de las medidas planteadas y votar que no (o que sí) dependiendo de la opinión que le merezcan.
Acertado está en intentar que esta crisis no la paguen los de siempre, pero se queda a medias en las medidas tendentes a dar aire a los sectores más vulnerables. Llegará –pero ya va tarde– ese ingreso mínimo vital que debería rediseñarse una vez terminada la crisis. Faltan ayudas a los autónomos y una verdadera prohibición del despido. Como nos la vendieron.
Porque sí, esto es una cuestión de ideología, por eso PP y Vox no están de acuerdo en hacer improcedente el despido amparado en la pandemia. De las crisis se puede salir por la derecha o por la izquierda. La diestra fue la elegida en la última hecatombe financiera: privatizaciones, recortes, destrozo de los servicios públicos, rescate de los bancos, reforma laboral con medidas leoninas para con los trabajadores. Ahí está la hemeroteca.
Los Pactos de la Moncloa
Parte de la oposición acusa a Sánchez de ser un sátrapa que sólo busca atornillarse al sillón, mientras le rechazan (aunque tengan razón en que debería haberse impulsado antes) la invitación para rubricar un pacto de emergencia, que, todo sea dicho, parece complicado que se concrete: es tal la lejanía (no sólo ideológica) de unos y otros, y tan pocas las ganas de acercarse, que resulta difícil vislumbrar una entente que beneficie al conjunto de la sociedad.
Porque un pacto multicolor (aunque deseable en situaciones críticas) no ha de ser bueno per se. Y no lo será, por ejemplo, si este pasa por retroceder en las medidas que construyen ese escudo social para contentar a algunos de los que sienten en la mesa.
Por no entrar en lo erróneo de asemejarlos a los Pactos de la Moncloa de 1977, que llegaron en un momento histórico que nada tiene que ver con el actual. Aquellos acuerdos sirvieron –en una situación específica y puntual– para continuar con la Transición (modélica para algunos, para otros no tanto). Lo que no empece para invocarlos cual panacea: entre lo firmado hace más de 40 años estaba, por ejemplo, permitir el despido libre para un 5 % de las plantillas.
Es listo Pablo Casado cuando, al hablar de dichos pactos, se refiere a la Unión de Centro Democrático (UCD) y no a su partido (entonces Alianza Popular -AP-), que, con un exministro del dictador Franco, como Manuel Fraga, al frente, votó en contra de la parte política de los mismos, la cual recogía aspectos tales como la libertad de expresión o de prensa, la despenalización del adulterio y el amancebamiento, la regulación de la expedición de anticonceptivos o la consagración de los derechos de reunión y asociación política.
La cara decente
Lo que nos queda, como casi siempre en épocas de crisis, es la sociedad mostrando su cara más amable (con odiosas excepciones). Nos quedan los héroes y heroínas que trabajan en la sanidad (desde médicos hasta personal de limpieza). Los empleados y empleadas de supermercados. Los transportistas, los farmacéuticos… Y muchos y muchas más, que sí son de primera necesidad. El resto somos contingentes. Y a veces ni eso.
8/11/20 at 11:15
[…] ni mucho menos, haber realizado una magnífica gestión, no son Pedro Sánchez o Salvador Illa los que han hecho electoralismo con una tragedia. Fue Isabel Díaz Ayuso la que, desde la […]