El pasado 29 de diciembre falleció Michel Vallés. De cáncer. No de una larga enfermedad ni tras años de lucha. Sin absurdos eufemismos. Sin obligadas valentías. Así se llama y así se refirió a ella desde el primer día. De cáncer. Con muchos puntos y seguido. Como a él le gustaba.
Michel era un sostén en una ciudad a más de 500 kilómetros de la mía. Es a él a quien recurría cuanto tenía problemas de pareja. Era su opinión la que pedía cuando dudaba en mi trabajo. Era él quien guardaba un juego de llaves de mi casa por si salía sin ellas (algo que ocurrió varias veces).
Nos conocimos en 2012 en la redacción de El Periódico de Aragón (en ese mismo lugar y en el mismo año también conoció a Estrella). No barruntaban los inicios una amistad como la que allí creció: la primera noticia que me corrigió se transformó en un papelón lleno de tachones y marcas de rotulador rojo, parecía un examen en el que te habían puesto un grandioso cero. Su actitud, distante y altiva –nos sentábamos uno al lado del otro–, tampoco fomentaba la cordialidad. Tiempo más tarde me reconoció que le gustaba ser duro con los becarios al principio.
Entre la redacción, la plaza Mariano Arregui y el bar de al lado se fraguó un cariño mutuo, fortalecido en cada vuelta a casa. En esos paseos comenzamos a charlar sobre aspectos más íntimos, a inquirir en temas que no comentas con cualquiera. La conversación se terminaba al llegar a la calle San Pablo, cuando él se desviaba a la izquierda para ir a su casa y se despedía: “Hasta mañana, hermano”.
Solo compartimos redacción un año y no volvimos a trabajar juntos, pero el periodismo siempre nos unió. Mucha gente ha destacado su pasión por este oficio. Y es cierto. Lo amaba. Y lo ejercía con absoluta objetividad, valentía y compromiso. Aun estando en medios distintos, busqué su consejo en multitud de ocasiones.
El deporte
Junto con nuestra profesión, el deporte fue el otro elemento que cocinó una fuerte amistad. La primera vez que salimos a correr juntos no aguantó ni cinco minutos. Eso no le gustó nada. Empezó a entrenar en serio y en apenas unos meses era yo el que le pedía que bajara el ritmo. Igual que años antes, en la universidad, cuando se encerró a leer tras comprobar que sus compañeros le llevaban muchos libros de ventaja (gracias, Pau, por esta historia).
Se quedó sin correr un maratón. En 2016, en Madrid, se lo impidió una lesión tras muchos meses de entrenamiento. Estuvo allí, empero (se reiría si leyera esta palabra), disimulando la envidia y animándonos como el que más.
En esas largas jornadas de running, y, sobre todo, en aquellos domingos de ciclismo que empezaban muy pronto a la puerta de Galletas Villacampa (donde le recogía con el coche) y finalizaban después de mediodía en algún pueblo con un bocata, terminó de cimentarse una hermandad: periodismo, política, series, libros, sexo, ciclismo… las conversaciones más variopintas y relajadas surgían encima de la bici, ajenos, por unas horas, a la llegada de otro lunes.
Muy poco antes de que le detectaran el cáncer hicimos una de esas rutas. “Me duele el pecho, voy a ir al médico esta semana”, me comentó. Horas después –como siempre– tuvo que esperarme en la cima del puerto. Lo aprovechó para hacerme unas fotos y reírse: “Para abajo vas bien, con tu peso es normal, pero para arriba…”
Todavía salimos una vez más en bici, en 2017, se encontraba bien y estaba volviendo a correr. Incluso, en una de las cenas de ese grupo de nombre inconfesable que formamos junto a Samuel y Jorge, pensamos correr una 5K. Nos faltaron días.
El cáncer
La misma semana en la que le dijeron que tenía cáncer (aunque todavía sin saber lo avanzado del mismo) vino a cenar a mi casa con Estrella. Nada más llegar le pregunté: “¿Cómo estás?”. “Ya ves, canceroso perdido”, contestó. Entonces supe que lo afrontaría con fuerza e ilusión. Con socarronería y muchísimo humor negro. Disfrutando cada segundo.
Y sí, el cáncer también nos unió.
Le acompañé a uno de los primeros TACs (tras haber iniciado el tratamiento) y los resultados fueron positivos. “Me das suerte”, dijo, “acompáñeme siempre”. Lo hice cada vez que pude. Pero con esta enfermedad de mierda no hay suerte que valga. Solo profesionales de la Medicina. A ellos y ellas les agradeció Michel cada minuto de vida. Y lo hizo mientras reclamaba fondos para la investigación, ayudas. Lo hizo (como también lo hiciera Estrella) para pedir menos lazos y más apoyos.
De camino al hospital se repetían las charlas de antaño sobre la bici. Aunque con menor variedad temática: la enfermedad ocupó un lugar preeminente. Aquello se convirtió en otro ritual que siempre terminaba en el Giros de Fernando el Católico o en el London. Por un día cambiaba el brócoli por la hamburguesa, el té por la Coca Cola y, al llegar a San Pablo, el “hasta mañana, hermano” por un “gracias, hermano”.
Solo a veces decía “esto es una mierda, tío”. La lástima le duraba un segundo: “Hay que seguir”. Y siguió. Incluso cuando no había fuerzas. Por eso, y por otras muchas cosas, gracias a ti.
Hasta mañana, Michel.
12/01/19 at 13:37
Impresionante Òscar!!!! Enhorabuena!! Michel estaría encantado te lo aseguro.
Ánimo y un abrazo.
15/01/19 at 10:03
Un relato íntimo del que nos hace hecho partícipes a todas/os. Gracias Oscar.
22/01/19 at 12:54
Un bonito epitafio Oscar.
Besos JCivieta