“No sufro, y esto me sorprende. Mi corazón parece helarse. Toda materia parece abolida en mí. Creo conservar mi lucidez, y, sin embargo, floto en una especie de feliz tranquilidad. Me queda un mínimo soplo de vida, y este soplo disminuye sin cesar a medida que transcurren las horas. Las fricciones de Terray ya no me hacen reaccionar. ¿No sería esta caverna la más hermosa de las tumbas? No lamento morir, no siento ningún pesar; al contrario, sonrío”.
Es un extracto del libro Annapurna, primer ochomil, de Maurice Herzog. El hombre que, junto con Louis Lachenal, holló por primera vez –el 3 de junio de 1950- un ochomil. En este caso, la décima montaña más alta de la tierra. Una de las más peligrosas, sino la peor, según la opinión de los expertos. Las estadísticas son especialmente cruentas: de cada 10 personas que pisan su cima, 4 no regresan. 40% de mortalidad en sus laderas.
Nueve días después de que el alpinista catalán Juanjo Garra perdiera la vida en las rampas del Dhaulagiri, palabras como las de Herzog adquieren mucho más sentido. Demuestran, con sincera crudeza, el sufrimiento de estos héroes que disfrutan llevando su cuerpo al máximo de su resistencia. Son un ejemplo extremadamente real de la especial relación entre ellos y la montaña. No quieren morir, pero si lo hacen que sea en alguna ladera.
Nos caigan bien o mal, entendamos o no lo que hacen, el porqué de su pasión; Maurice Herzog, Juanjo Garra, Tolo Calafat, Iñaki Ochoa de Olza, Juanito Oiarzabal, Edurne Pasabán, Carlos Pauner, Alex Txikón, Alberto Iñurrategi y muchos, muchísimos más, son (algunos desgraciadamente eran) verdaderas máquinas que ponen su vida en juego sólo por un sueño. Que merecen un respeto y reconocimiento que, afortunadamente en su gran mayoría, ya han logrado.
El libro de Herzog te traslada a esa montaña que él conquistó. Cada una de las líneas las dictó desde la cama de su hospital. Fue así porque perdió todos los dedos de las manos y los pies. Sus palabras son una demostración fehaciente del poder mental y físico de estas personas. El texto tiene la virtud, entre otras, de hacerte partícipe de sus dudas, de sus sufrimientos, de sus momentos de gloria y también de aquellos en los que sólo esperaba a la muerte.
Annapurna, primer ochomil, es mucho más que un libro para amantes del alpinismo o para montañeros aficionados como un servidor. Es una historia de superación. Un cuento para adultos. La descripción fidedigna de cómo unas personas llegan a límites insospechados (físicamente hablando) en pos de un objetivo que, para muchos, no amerita tanto esfuerzo.
Herzog se convirtió, a raíz de su hazaña, en uno de los alpinistas más afamados de la historia. Hace casi seis meses (el 14 de diciembre de 2012) perdió la vida a los 87 años. Pero siempre nos quedará su legado en forma de frases y letras que duelen. Palabras que hacen daño. Como cuando cuenta que su piel se desgarraba intentando no soltar esa cuerda que era lo único que le separaba del vacío. Imposible no mirar tus dedos y manos al leer estas líneas.
Es un libro compuesto de hazañas. Heroicidades. Todas ellas contadas de tal manera que, hasta al más insensible de los mortales, le arrancarán una expresión de desaliento, de malestar, de admiración. Una sucesión de hechos protagonizados por palabras necesarias y denostadas en estos tiempos como solidaridad, humanidad, compañerismo o superación. Letras que te hacen disfrutar y sufrir a partes iguales pero que, por alguna razón, no puedes dejar de leer.
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